Nací en mi querida Barcelona y viví allí mi primera década. Una infancia bonita, feliz, arropada por padres y abuelos maternos y con un hermano menor. Una niña tranquila, obediente y aplicada. Su juego preferido con seis, siete años era ser la maestra de unos alumnos imaginarios y pintar todo un encerado para ellos cada día al volver del colegio.
Pues cierto. Definirse por funciones, actividades, formaciones, profesiones, gustos, nacionalidades, gentilicios, parentescos o formas de relación (hija, hermana, amiga, novia, compañera…), cualidades, características (inquieta, tenaz, perseverante, curiosa, amable, intensa) o emociones (alegre, triste, tierna, ruda, rabiosa) definen realmente quién soy.
Solemos definirnos así.
Pero llegó un día en el que de repente ya no me identificaba con esas definiciones. Estas respuestas ya no me servían, no decían nada de quién soy. Sí, así sin más. Un día, solo cuando me paré (me refiero a pararme física, mental y emocionalmente) empecé a preguntármelo: ¿Quién soy? Si elimino mis funciones actuales, cambio profesiones, si mis cualidades físicas cambian, si yo cambio todo el tiempo… ¿Quién soy? Si me siento diferente en la mañana, en la tarde y en la noche, el lunes que el viernes o el domingo, en febrero, en mayo o en diciembre, en el norte o en el sur, cerca del mar o de la montaña… Si todo esto es cambiante en mí, esas respuestas ya no definen quién soy.